En el escenario de las cocinas que aspiran a ese inaprensible “algo más”, no abundan aquellas que desarrollan una línea que se pueda considerar como propia. En nuestro país, Rodrigo de la Calle ha concretado una culinaria arriesgada, técnica y precisa que hace de lo vegetal su razón de ser, sin renunciar a alguna pincelada de proteína animal que aparece como actriz de reparto. Las formas que se apuntaban en su restaurante de Aranjuez, contenidas por razones obvias en su paso por el hotel Villa Magna y expuestas sin ataduras en Collado Mediano --su anterior ubicación antes del regreso a la capital--, campan a sus anchas en el remozado e irreconocible comedor del mítico Sudestada. De la cocina vista llega una batería de snacks, servidos a un ritmo frenético y para comer sin cubiertos: una croqueta de krill salina y yodada, o una empanadilla de kimchi y huacatay que cruza el Pacífico para unir Corea y Perú. Los panes pasan por una triple fermentación y son horneados a diario: goloso el relleno de tomate cherry, al que da color el licopeno y se rocía con aceite de Castillo de Canena. El menú depara platos de mucho nivel: judías verdes hervidas en agua de alga y fritas, con puré de patata y caldo de rabo de vaca y lascas de tuber uncinatum, o la sopa de hongos en caldo de garbanzos y royal de shiitake. Un festival verde.